Es verdad que las cosas que poseemos terminan por poseernos a nosotros. Pero en el caso de la ropa es poco decir: la ropa se convierte en nuestro amo y señor, y correspondientemente, nos convertimos en sus siervos y guardianes. A ella debemos rendir tributo regularmente so pena de fallar a las más elementales convenciones sociales (Dios No Lo Quiera).
Al entrar a una lavandería de autoservicio no puedo más que sentir ternura, ¡qué indefensos somos todos!
Más que una tarea doméstica, lavar la ropa es una ceremonia, un ritual de purificación. En las lavanderías de autoservicio coincidimos personas de todo tipo, con todo tipo de horarios y todo tipo de ocupaciones, pero que compartimos esa sumisión para con nuestra ropa. Una dependencia total.
Ahí, en esos templos de limpieza, honramos nuestro tesoro. Esperamos y vigilamos mientras el ritual se completa dentro de la lavadora. Mientras ojeamos una revista estamos lanzando furtivas miradas al botón del ciclo y a los demás presentes, en caso de que alguno quisiera profanar nuestro tesoro o robarnos suavizante.
Cuando viene el intermedio rezamos porque nuestra ofrenda de detergentes y remedios caseros haya agradado a los dioses y hayan desaparecido las manchas.
Debemos sacar la ropa de la lavadora y meterla a la secadora, donde terminará el proceso de purificación. Con prontitud verificamos que todo está en orden. Añadimos un par de hojitas suavizantes sin saber exactamente cuál es su papel: por simple imitación de nuestros antecesores, justo como deben ser los rituales. Cerramos la puerta y regresamos a nuestros puestos. Nuevamente a custodiar.
Cuando al fin el ciclo termina nos apresuramos a la secadora. Alerta: un intempestivo presentimiento nos acecha. Cualquier cosa pudo haber salido mal en la secadora. Temiendo a lo desconocido abrimos la puerta…
¡Todo ha salido bien! Nuestro tesoro está calientito, con un dejo de humedad y un supuesto olor de pureza silvestre. Nos exige que no perdamos el tiempo y lo doblemos inmediatamente. Con la serenidad de quien sabe exactamente lo que se espera de él y como hacerlo, toda arruga y todo gesto desaparecen de nuestros rostros y comenzamos a doblar. Con diligencia sacudimos, estiramos y doblamos. Pacientemente empatamos nuestros calcetines. Pudorosamente doblamos la ropa interior lejos de la vista de los demás guardianes. Guardamos nuestras sábanas con toda la perpendicularidad que se merecen.
Al terminar, disfrutamos nuestro momento. Guardamos todos los utensilios y nos alejamos de la lavandería, sabiéndonos libres de obligaciones por otro par de semanas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario