viernes, 18 de septiembre de 2009
Preparatorianas.
Antes me gustaba pasar las tardes con mis amigas. Daríamos una vuelta en carro o nos veríamos en algún lugar o simplemente estaríamos juntas en casa de alguna. La verdad es que todas nuestras actividades eran perfectamente improductivas. Sanas, raramente indebidas, pero invariablemente improductivas.
Seguramente estaríamos hablando de hombres (yo nunca compartía con tanto entusiasmo esta parte de la conversación… ahora sabemos por qué), criticando gente de la escuela, quejándonos de nuestras familias o compartiendo a cuenta gotas fragmentos de nuestras nacientes vidas sexuales.
Pero reía mucho. Muchísimo. Toda la tarde, toda la noche. Los últimos dos años de mi preparatoria fueron años completamente banales y felices, en los que olvidé cualquier aspiración académica que hubiera cosechado hasta el momento y me entregué plenamente a los placeres sencillos de la vida estudiantil: la despreocupación, el sexo y el alcohol. Me convertí sin dudarlo en una jovencita promedio, con actividades promedio.
A veces, cuando pienso en mis pulcras ambiciones académicas o profesionales de la pubertad, me reprocho que hayan sido tan impensadas, tan automáticas que ahora ya no les encuentro el sentido. Pero me parece que no es la pubertad la que debería lamentar, sino mi adolescencia, esa etapa que sirvió como punto de comparación. Es verdad que en mi pubertad era infinitamente más ingenua, pero también es verdad que era infinitamente más pura. Aún no había sido seducida por el fantasma de la comodidad, del conformismo, de los placeres simples.
Hoy soy una adulta joven. Conmigo, este fantasma también ha crecido y ahora es también mi verdugo. Me está matando. Mi vida carece completamente de sentido. He sido dos cosas opuestas y entre ellas se han traicionado y ya no puedo saber porqué he sido ninguna de las dos.
No puedo recordar cuál era mi motivación incondicional para el estudio. Mis padres me repetían que lo importante era que entendiera que no lo hacía por ellos, sino por mí. Yo siempre repliqué en instantáneo que lo entendía perfectamente, pero sólo ahora me he dado cuenta de la seriedad de su advertencia.
Y tampoco puedo volver a ser así de superficial. Puedo hacerlo igual que un niño que se va a dormir sabiendo que no ha hecho la tarea que debe entregar a la mañana siguiente, con ese presentimiento de que en su mochila se esconde una calamidad que llegará irremediablemente y con la esperanza secreta de que la situación se arreglará mágicamente sin que haga nada para solucionarla. Puedo salir y emborracharme, pero la resaca moral me martilla la conciencia igual que por la mañana me martilla la cabeza. Puedo desvelarme sin sentido, puedo malgastar mi dinero, puedo tener sexo casual y carcajearme todo el día, pero no estoy llegando a ningún lado, no estoy descubriendo el sentido que he olvidado para ser ninguno de mis opuestos.
Así que estoy rezando por que llegue desde fuera esa mágica solución. Mientras, estoy jugando a los dos personajes. Uno de día, otro de noche. Uno en la oficina, otro en la calle. Pero lo hago mal y la gente se da cuenta. Se dan cuenta que soy una impostora y adivinan cuando la superflua vino a trabajar o cuando la ñoña vino a la fiesta. Me hace miserable interpretar un personaje y no saber porqué. Es insufrible interpretar dos. Y lo peor, lo que debería darme vergüenza, es que éstos ya no son personajes que interpreto, sino que se han convertido en los únicos dos polos de una personalidad que de otro modo se ha desvanecido. Cualquier día de éstos alguien va a llegar y me va a decir que es hora de entregar mi tarea. A ver qué pretexto le invento. A ver si entonces sí me da vergüenza.
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