domingo, 27 de septiembre de 2009
Los Perdidos en Tokio
En este momento deberíamos estar caminando en Tokio
saludando a tus falsos parientes,
ebrios en Sake y luces.
Buscando lugares dónde hacernos sesentaynueves.
Ligaríamos ojos rasgados.
Probaríamos nuevas drogas
que nos pongan los ojos de
Mr. Chispa.
Acumulemos, como siempre,
cerveza en burós de hoteles:
Torres de las que beberemos
al día siguiente.
Descalza cortándote los pies hermosos:
yo te los curo y te los beso.
Probando dulces que te destrozarán el estómago
Comprándote lentes de precios imposibles.
Comiendo sandía cuadrada,
pasándonos las semillas boca a boca
riendo y riendo.
O tirándonos bicicletas por balcones,
no importa, ya revivirán.
Traéme mi tequila barato,
Lo espero de nuevo en Obregón.
Por cierto,
ayer (hace cinco días) oí a los Yeahs Yeahs Yeahs,
te busqué en el bar
pero ya no eras la cantante.
viernes, 25 de septiembre de 2009
radio gaga
Nostalgia de algo que no viví. Así llamo a un sentimiento que experimento frecuentemente al escuchar música. Sucede cuando la canción me conmueve y me sugiere ideas a las que no tengo recuerdos que asociar.
La primera vez que recuerdo claramente haberla sentido fue cuando tenía 13 años. Era de noche. Seguramente era un viernes por la noche, porque solían ser noches muy tranquilas en mi casa. Después de una pesada semana en el trabajo mi papá sólo tenía ánimos de cenar, ver la tele con mi mamá o platicar un rato y dormir. Mi hermano y yo éramos muy chicos para salir y generalmente nos acostábamos o nos encerrábamos en nuestros respectivos cuartos temprano. Y sí, seguramente era un viernes por la noche porque fuera de mi ventana la noche se sentía cargada, mágica, húmeda, llena de promesas, así como suelen sentirse las noches de viernes en Guadalajara.
Ese mundo que prometía la ciudad yo no lo conocía ni por equivocación. Sólo podía imaginármelo y añorarlo justamente como lo hacía esa noche: acostada, bajo las sábanas, con un pequeño radio portátil Sony pegado a mi cabeza sintonizado con el volumen más bajo posible para que mis papás no se dieran cuenta de que seguía despierta. Y escuchaba la voz ronca y sensual - típica de locutora- que hablaba sobre Brian Setzer. Y yo, impaciente, articulaba en silencio el nombre, adivinando como se deletrearía para no olvidarlo en caso de que me gustara la canción que estaba por iniciar. Y empezaba. Y yo abría los ojos y no cabía en mi cama de la emoción. No cabía en mi casa, no cabía en mi cuerpo. Quería salir, quería vivir esa canción que ya de por sí estaba llena de vida, de imágenes borrosas de aventuras nocturnas y de personajes que en mi mente no podía aclarar. Y pensaba que algún lado de la ciudad habría gente escuchando la música al mismo tiempo que yo y la vivía de veras. Y esa gente se contagiaba de esta vibra incontenible y la alimentaba también. Y la canción se transformaba en mil cosas a cada momento y yo seguía aquí encerrada. ¡Y qué absurdo me parecía! Yo viéndolo todo de mentiritas, mientras las cosas realmente sucedían afuera. Tan de mentiritas era que de haber dado un paso fuera de mi cama el radio se hubiera vuelto inaudible y para mí ese mundo se hubiera esfumado. Y para esa gente nada hubiera cambiado y seguirían riendo, bailando, formando parte de esa nube increíble de magia que flotaba sobre mi cama.
De esa manera tan enternecedora viví mucho más con el radio Sony: desde los sones jarochos hasta Miles Davis pasando por cada sutil matiz del rock o el novedosísimo Nortec. Todos de lejecitos con ese eco del FM de por medio. Todos siempre seduciéndome. Todos siempre acongojándome.
Entre tantas mudanzas no sé donde quedó el radio Sony. Pero a mí todavía me pega la nostalgia de algo que no viví.
jueves, 24 de septiembre de 2009
ROPA
Es verdad que las cosas que poseemos terminan por poseernos a nosotros. Pero en el caso de la ropa es poco decir: la ropa se convierte en nuestro amo y señor, y correspondientemente, nos convertimos en sus siervos y guardianes. A ella debemos rendir tributo regularmente so pena de fallar a las más elementales convenciones sociales (Dios No Lo Quiera).
Al entrar a una lavandería de autoservicio no puedo más que sentir ternura, ¡qué indefensos somos todos!
Más que una tarea doméstica, lavar la ropa es una ceremonia, un ritual de purificación. En las lavanderías de autoservicio coincidimos personas de todo tipo, con todo tipo de horarios y todo tipo de ocupaciones, pero que compartimos esa sumisión para con nuestra ropa. Una dependencia total.
Ahí, en esos templos de limpieza, honramos nuestro tesoro. Esperamos y vigilamos mientras el ritual se completa dentro de la lavadora. Mientras ojeamos una revista estamos lanzando furtivas miradas al botón del ciclo y a los demás presentes, en caso de que alguno quisiera profanar nuestro tesoro o robarnos suavizante.
Cuando viene el intermedio rezamos porque nuestra ofrenda de detergentes y remedios caseros haya agradado a los dioses y hayan desaparecido las manchas.
Debemos sacar la ropa de la lavadora y meterla a la secadora, donde terminará el proceso de purificación. Con prontitud verificamos que todo está en orden. Añadimos un par de hojitas suavizantes sin saber exactamente cuál es su papel: por simple imitación de nuestros antecesores, justo como deben ser los rituales. Cerramos la puerta y regresamos a nuestros puestos. Nuevamente a custodiar.
Cuando al fin el ciclo termina nos apresuramos a la secadora. Alerta: un intempestivo presentimiento nos acecha. Cualquier cosa pudo haber salido mal en la secadora. Temiendo a lo desconocido abrimos la puerta…
¡Todo ha salido bien! Nuestro tesoro está calientito, con un dejo de humedad y un supuesto olor de pureza silvestre. Nos exige que no perdamos el tiempo y lo doblemos inmediatamente. Con la serenidad de quien sabe exactamente lo que se espera de él y como hacerlo, toda arruga y todo gesto desaparecen de nuestros rostros y comenzamos a doblar. Con diligencia sacudimos, estiramos y doblamos. Pacientemente empatamos nuestros calcetines. Pudorosamente doblamos la ropa interior lejos de la vista de los demás guardianes. Guardamos nuestras sábanas con toda la perpendicularidad que se merecen.
Al terminar, disfrutamos nuestro momento. Guardamos todos los utensilios y nos alejamos de la lavandería, sabiéndonos libres de obligaciones por otro par de semanas.
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suficientemente ligero
martes, 22 de septiembre de 2009
Alguien se me adelantó y lo escribió antes que yo. Bueno, no coincidimos en que yo no veo a ningún terapeuta aunque sí he visto a uno. Era una, y estaba guapa. De hecho, se parecía mucho a C. mi mejor amiga durante la universidad, que también es la mar de guapa y con la edad se ha puesto bien richardita. Cuando mi terapista me daba un abrazo al final de la sesión, lo hacía muy intensamente, tanto que me ponía un poco erectón. Ella, por compasión, no se quitaba. Ojalá todos tuviéramos terapeutas como ella.
domingo, 20 de septiembre de 2009
AVISO DE BLOGGER
El equipo de Blogger™ les envía un cordial saludo.
Les agradecemos enormente el haber elegido uno
de nuestros productos, les recordamos que constan-
temente estamos haciendo revisiones y leyendo las
sugerencias que ustedes amablemente nos envían.
Como sabrán, la mayor parte de los productos de la
familia Google™ se manejan por algoritmos. Éstos
son, en palabras simples, fórmulas que permiten la
funcionalidad de los servicios web que usas.
Hemos detectado recientemente una sobrecarga emocio
nal en sus post del sitio: http://www.vulka.blogspot.com.
El algoritmo que controla este tipo de sentimientos
tiene una capacidad limitada. Para evitar una sobre-
carga en el sistema que soporta su blog, les pedimos,
amablemente, escribir textos con sentimientos más
positivos o amenos.
Disculpe las molestias de este aviso, de antemano
le enviamos un Abrazo de Amor™
Siga posteando con Blogger™!
viernes, 18 de septiembre de 2009
Preparatorianas.
Antes me gustaba pasar las tardes con mis amigas. Daríamos una vuelta en carro o nos veríamos en algún lugar o simplemente estaríamos juntas en casa de alguna. La verdad es que todas nuestras actividades eran perfectamente improductivas. Sanas, raramente indebidas, pero invariablemente improductivas.
Seguramente estaríamos hablando de hombres (yo nunca compartía con tanto entusiasmo esta parte de la conversación… ahora sabemos por qué), criticando gente de la escuela, quejándonos de nuestras familias o compartiendo a cuenta gotas fragmentos de nuestras nacientes vidas sexuales.
Pero reía mucho. Muchísimo. Toda la tarde, toda la noche. Los últimos dos años de mi preparatoria fueron años completamente banales y felices, en los que olvidé cualquier aspiración académica que hubiera cosechado hasta el momento y me entregué plenamente a los placeres sencillos de la vida estudiantil: la despreocupación, el sexo y el alcohol. Me convertí sin dudarlo en una jovencita promedio, con actividades promedio.
A veces, cuando pienso en mis pulcras ambiciones académicas o profesionales de la pubertad, me reprocho que hayan sido tan impensadas, tan automáticas que ahora ya no les encuentro el sentido. Pero me parece que no es la pubertad la que debería lamentar, sino mi adolescencia, esa etapa que sirvió como punto de comparación. Es verdad que en mi pubertad era infinitamente más ingenua, pero también es verdad que era infinitamente más pura. Aún no había sido seducida por el fantasma de la comodidad, del conformismo, de los placeres simples.
Hoy soy una adulta joven. Conmigo, este fantasma también ha crecido y ahora es también mi verdugo. Me está matando. Mi vida carece completamente de sentido. He sido dos cosas opuestas y entre ellas se han traicionado y ya no puedo saber porqué he sido ninguna de las dos.
No puedo recordar cuál era mi motivación incondicional para el estudio. Mis padres me repetían que lo importante era que entendiera que no lo hacía por ellos, sino por mí. Yo siempre repliqué en instantáneo que lo entendía perfectamente, pero sólo ahora me he dado cuenta de la seriedad de su advertencia.
Y tampoco puedo volver a ser así de superficial. Puedo hacerlo igual que un niño que se va a dormir sabiendo que no ha hecho la tarea que debe entregar a la mañana siguiente, con ese presentimiento de que en su mochila se esconde una calamidad que llegará irremediablemente y con la esperanza secreta de que la situación se arreglará mágicamente sin que haga nada para solucionarla. Puedo salir y emborracharme, pero la resaca moral me martilla la conciencia igual que por la mañana me martilla la cabeza. Puedo desvelarme sin sentido, puedo malgastar mi dinero, puedo tener sexo casual y carcajearme todo el día, pero no estoy llegando a ningún lado, no estoy descubriendo el sentido que he olvidado para ser ninguno de mis opuestos.
Así que estoy rezando por que llegue desde fuera esa mágica solución. Mientras, estoy jugando a los dos personajes. Uno de día, otro de noche. Uno en la oficina, otro en la calle. Pero lo hago mal y la gente se da cuenta. Se dan cuenta que soy una impostora y adivinan cuando la superflua vino a trabajar o cuando la ñoña vino a la fiesta. Me hace miserable interpretar un personaje y no saber porqué. Es insufrible interpretar dos. Y lo peor, lo que debería darme vergüenza, es que éstos ya no son personajes que interpreto, sino que se han convertido en los únicos dos polos de una personalidad que de otro modo se ha desvanecido. Cualquier día de éstos alguien va a llegar y me va a decir que es hora de entregar mi tarea. A ver qué pretexto le invento. A ver si entonces sí me da vergüenza.
sábado, 12 de septiembre de 2009
Un año en telegramas
Vivía en DF.
Tenía novia a distancia. La amaba.
Tenía otra novia en DF. Me quería.
Era director de una escuela que enseñaba cómo hacer publicidad. Lo odiaba.
Tras una noche de larga fiesta, por beber a las 11 del día en plena calle, a un amigo y a mi nos llevaron a una agencia del ministerio público.
En el separo regalé la playera que traía puesta a un tipo que estaba todo mojado.
En el separo yo gritaba que era preso prolítico, que estaban cometiendo un crimen de conciencia. Mi amigo reía. Le falta un premolar a mi amigo.
Mis padres y mi abuela me liberaron previa mordida. Me llevaron a una cantina.
Más tarde, en un Oxxo, unos amigos de la calle me pidieron 10 pesos para un Tonayán. Les compré un Absolut y un Bacardí. Me invitaron a beber con ellos.
Inhalé pegamento con ellos.
Los mismos amigos, en extrema muestra de cortesía, me ofrecieron a su chica que en realidad era un chico muy femenino y un poco sucio. Decliné amablemente.
Platiqué con una junkie de 60 años y con Sida. Con su tranquilidad, su mirada alegre de ojos vacíos, me hizo ver una parte de la belleza de la vida que muy pocos tienen la oportunidad de llegar a ver.
Terminé bebiendo copas con un desconocido y una buena mujer de mala reputación. La besé.
No tuve el dinero para pagar la cuenta completa. Me dejaron ir.
Me dio una cruda moral de 7 días.
Se lo conté a mi novia de DF. Me cortó.
Comencé a quererla.
Fui a ver a mi novia a distancia y le propuse venirse a vivir a mi hermosa pinche ciudad.
Dijo que sí.
Empecé a descontar días.
Tras otro doble día de juerga (Patrick Miller, Cantina de Son Cubano, Mi casa, Rosita Alvírez, tres cantinas después), terminé dormido en una banca del centro.
Cuando desperté no sabía en qué estado de la República estaba ni cómo contactar a mis anfitriones.
En mi descargo, debo decir que en ese tiempo daba muchas conferencias.
Mi trabajo me aburría enormemente.
La exnovia retrasó un mes más su llegada.
No importa, le dije.
Dejé de beber, hice ejercicio, hacía las cosas bien.
Llegó la esperada.
Me dijo: no sé cómo o por qué, solías ser una presencia total; un día dejaste de estar ahí, te saliste de mi cabeza.
Durmió conmigo, luego fui a beber.
En la cantina conocí a un tipo que organizaba orgías en hoteles. Le gustó mi amiga acompañante. Me invitó a una de sus reuniones. Decliné. Guardé su teléfono.
Duré un mes más con Ella.
No iba a funcionar, le dejé de hablar.
Me morí.
Bebía todos los días. A veces un litro de vodka al día.
Por lo mismo, se me olvidó ir al concierto de Radiohead. Tenía boleto caro.
Por primera vez en mi vida, mi familia me vio llorar. Varias veces.
Tras sendas pedas, pintaba murales en las paredes de mi departamento.
Tuve una roomate. Es “border”. Está buena. Es alcohólica. Está totalmente loca. Me baila table dances.
Renuncié a mi trabajo. Me dijeron: ok, dános 2 meses.
En las mañanas, antes de bañarme, lloraba. Pedía que algo bueno pasara en mi vida.
Un par de semanas después me dijeron: ¿Quieres hacer una escuela en Saltillo?
Dije: sí.
El Dios de la Regadera había actuado.
Una terapeuta Gestalt me dijo: Tienes que aprender a quererte.
Un Podólogo, que me puso plantillas de por vida, me dijo: quiérete.
Pensé: tengo que aprender a quererme.
Un santero cubano me dijo: En esta vida todo tiene un precio. Tú eliges qué precio pagar.
Murakami dijo: Sólo soy una parte del camino por donde pasa el hombre que realmente soy.
Jodorowsky dijo: el peor daño que los padres le pueden hacer a un niño es no acariciarlo.
No dormí durante tres noches seguidas. La primera estuvo bien; la segunda, genial, nunca se me va a olvidar, y en la tercera me estaba volviendo loco: Oía un loop infinito del Perro Bermúdez narrando un partido de futbol.
Cerré mi negocio en DF.
Dejé de beber.
Mi padres me dijeron: perdónanos.
Le dije a toda mi familia: perdónenme.
Me vine a Saltillo.
Abrí una escuela.
Tengo muchos amigos. Estoy solo.
Acabo de cumplir 35.
Soy feliz y si siguiera el consejo de Charles Bukowski, no debería escribir.
Pero él está muerto y yo no.

viernes, 11 de septiembre de 2009
Guía rápida para engañar la voluntad / Minúsculo compendio de aforismos para abúlicos.

- Debo pensarlo dos veces. Tal vez estaba equivocado cuando me fijé este objetivo.
- Es una ocasión especial.
- Antes, debo descansar.
- No quiero apresurar mi decisión.
- Que espere, hoy merezco distraerme.
- Realmente no necesito despertarme tan temprano.
- Ya he excedido un poco el límite. Excederlo un poco más no importa. [aplicable a cualquier tipo de límite]
- No depende (sólo) de mí.
- Hay otras cosas más urgentes.
- No es el momento adecuado.
- Mi amigo entenderá.
- Voy lento pero seguro.
miércoles, 9 de septiembre de 2009
10.5 días

Si me gustaran las mujeres, me gustarías tú. Me lo dijo. ¿Por qué me lo dijo? Yo esperaba que me lo dijera. Algo así. ¿Para qué?
La conozco por casualidad. Llego al bar sola. Ella viene con uno de esos amigos que saludo con efusividad exagerada porque alguna vez, hace mucho, coincidimos en una fiesta y nos divertimos muchísimo, pero en realidad no sé ni madres sobre él. Inmediatamente siento su atención sobre mí, inmediatamente siento su esfuerzo por excluir a mi amigo de la plática y quedarse sola conmigo.
Es guapa, es alta, es delgada. Acerca su boca a mi oído cuando habla para que pueda escucharla mejor. Cuando lo hace, acaricia un poco mi cabello. Hay mucha gente en el bar y estamos bastante cerca una de la otra. Mi amigo ha sido completamente excluido de la conversación, que ahora cubre temas tan diversos como su adolescencia, el descontento de su madre con su anterior corte de cabello, y las drogas de su elección. El tono de la conversación es ligero, con muchas risas. Me propone que brindemos y que al beber nos miremos a los ojos, de lo contrario nos esperan siete años de mal sexo. Y nadie quiere siete años de mal sexo, ¿o sí?
Mi amigo nos informa que aún estamos a tiempo de comprar alcohol en alguna tienda y beberlo en el departamento de uno de ellos. ¿Vienes con nosotros? Sí, vámonos. Te sigo. Camino hacia fuera y ella camina detrás de mí, con sus manos sobre mis hombros.
Vamos nosotras dos y otros tres chicos. Ella me explica que han sido amigos desde hace 12 años. Compramos cervezas, subimos a un taxi. Me siento junto a ella. Toca mi rodilla izquierda. Todos vamos apretados en el asiento de atrás, gritando y riendo. Bromeamos con el taxista. Ella hace un comentario sobre homosexuales que sólo podría hacer alguien muy distraído, alguien estúpidamente intolerante, o alguien gay. Recuesta su cabeza sobre mí en gesto de cansancio. Debe ser gay.
Llegamos al departamento y me acomodo en un sillón junto a ella. Todos tomamos una cerveza y mi amigo se sienta frente a mí, inicia una conversación estúpida. No me puedo concentrar porque ella comienza a hablar sobre cómo hace una semana y media cortó con su novio de dos años. Se me descompone el gesto. Sé que ella lo ha dicho para que yo escuchara: el resto de ellos debe saberse bien la historia. No me desanima que haya tenido novio, ¡yo también tengo un par de ex novios! Pero me desanima que sea tan reciente. No tengo el corazón (y probablemente tampoco la habilidad) de cogerme a alguien herido, recién cortado.
Esto es un caso perdido. ¿Qué hago? ¿Me voy? Ella sigue hablando con otro tipo sobre su ruptura, y lentamente me involucro en la conversación hasta que de nuevo excluimos a todos los demás y quedamos hablando sólo nosotras. Empieza a llegar mucha gente. Algunos de ellos vienen de una fiesta de disfraces, vienen festivos y hacen mucho ruido. Pronto todos suben al departamento de arriba, en el que hay una habitación pintada de rojo que tiene focos rojos. Al parecer, eso es motivo suficiente para mudar la fiesta a esa habitación. Me invento algún pretexto para quedarme abajo un rato más y ella se queda conmigo. Seguimos hablando. Ella acapara la conversación y se desahoga. Yo opino, pregunto, escucho y asiento con la cabeza. Me gusta oírla. Ella necesita que la oigan. A veces es más fácil hablar con un extraño y por algún motivo yo me presto al juego.
Alguien regresa al departamento de abajo por las cervezas que faltan y nos pregunta qué hacemos ahí solas. Nada, nada. Ya nos íbamos al cuarto rojo. Subimos, abrimos una cerveza nueva. Todos bailan, hablan fuerte, se ríen. Todos a un ritmo con el que no puedo sincronizar. Me siento fuera de lugar. Me inclino sobre ella y se lo digo. Ella también. Me dice que nos regresemos al sillón de abajo. La sigo. Dice que deberíamos dormir un rato y se acuesta en el sillón de enfrente. Yo no tengo sueño pero me acuesto. Prendo un cigarro y me volteo hacia ella. Ella está volteada hacia mí. Estamos frente a frente, en sillones separados, viéndonos a los ojos. Reanudamos la conversación. Sobre otros temas aunque de vez en cuando el tema del ex novio reaparece. La ruptura. Lo que debe hacer, lo que no debe hacer.
Suena mi teléfono. Es un mensaje de texto. Es de una chica que me insiste que vaya al bar en donde está. Debo haber hecho un gesto raro al leerlo porque ella me pregunto quién era. Le digo que nadie importante y le pido su teléfono para hacer una llamada rápida. Llamo a la chica y le pregunto si en ese bar cobran entrada. Sí, doscientos pesos. Lo siento, no tengo dinero, luego te veo. Cuelgo.
Vuelvo a acostarme y seguimos hablando. Ahora me toca a mí hablar sobre mi pasado amoroso. Cuando lo hago, pongo especial atención en mi uso de pronombres y adjetivos. No quiero revelar géneros. Ella me platica una historia sobre una amiga que resultó lesbiana. La historia no tiene chiste, no viene al caso. Sé que se muere por saber si soy o no soy.
Me veo muy bien hoy. Ella también se ve muy bien. Estar así acostada de lado le va muy bien. A ratos se acuesta boca abajo con los pies levantados y se ve todavía mejor. Esos zapatos son de lesbiana de estereotipo.
Vuelve a sonar mi teléfono. Me está llamando la misma chica de antes. No hay problema, me dice, yo te invito, yo pago todo. Rápidamente evalúo mis alternativas para el resto de la noche y me parece que ir al bar es la mejor. Le digo que sí, que en este momento salgo para allá y la veré exactamente a las 4:35 en la entrada. Cuelgo y le digo a ella que debo irme, me levanto del sillón y le pido que me diga por donde puedo tomar un taxi. También se levanta y me pregunta quién era. Yo también soy gay, le digo como si le debiera explicaciones, esta chica es una amiga con la que tengo una historia un poco complicada. Es mentira, en realidad es un acostón de hace un par de días.
Me detiene en la puerta y me pregunta si realmente soy gay. Me río de su pregunta. Insiste, ¿eres gay o sólo estás experimentando? Ya experimenté, contesto, y soy gay.
Salimos a la calle y al despedirnos me abraza y me dice que le he caído muy bien. Contesto que ella a mí también y hago algún chiste sobre como ella ha hablado sin parar toda la noche. Cuando me suelta, me dice en la cara, si me gustaran las mujeres, me gustarías tú. Lo tomaré como un cumplido. Sí, así tómalo, responde.
Empiezo a caminar en la dirección que me señaló y ella añade, cuando me gusten las mujeres te llamaré. Saludo con la mano y le sonrío condescendiente. Entonces, esperaré tu llamada.
4:27. No me gusta llegar tarde. Me volteo y me echo a correr.

martes, 1 de septiembre de 2009
primera vista

Lo mencioné de pasada antes, tengo frecuentes enamoramientos.
No relaciones reales. No coqueteos. No risas y persecuciones bobas de niña de secundaria.
Simplemente enamoramientos. Veo a alguien en la calle, en un antro, antes en la escuela, ahora en el trabajo. Y, con toda la ligereza de la palabra, me enamoro.
Un amigo mío me explicaba lo complicado que le resulta tener sexo casual. "Es que si partes de la premisa de que todas las mujeres tienen algo de lo que te puedes enamorar, no veo cómo puedes pasar sólo una noche con ellas".
Tal vez al justificar así su torpeza en el arte/ciencia de ligar, mi amigo ha llegado muy lejos, pero en el fondo tiene razón.
Si las observo detenidamente mientras hacen sus cosas, sin que se den cuenta, encuentro gestos que me parecen familiares, que me provocan abrazarlas, que me hacen sonreír pensativa. Pienso, ¿se dará cuenta su novio en turno de lo encantadora que es ella cuando se esfuerza en contar una anécdota boba?
O ella, que va abriéndose paso para salir del metro, con un rostro de cansancio que exige empatía luego de un pesado día en el trabajo, ¿tendrá alguien que la reciba al llegar, que la abrace y le diga báñate, ponte cómoda, debes venir exhausta, te voy a hacer de cenar?
O la copiloto de aquél carro, que va mirando por la ventana con un gesto de absoluta concentración, siguiendo con la mirada la línea del horizonte que divide las montañas y el cielo, sonriendo inconcientemente... ¡lo que daría por subirme en el asiento de atrás con mi cabeza recargada en su respaldo y pedirle que me diga en qué está pensando!
Una chica sola, sentada en un parque frente a un edificio de oficinas, chupando su cigarro para matar el tiempo durante su hora de comida porque no tiene a donde más ir. ¿Te aburre tu trabajo? A veces a mí también el mío. Vámonos, vámonos juntas.
Oigo una risa estruendosa: pertenece a una mujer que, muy delicadamente, echa su cabeza hacia atrás, sus hombros hacia arriba y adelante, se regodea en su felicidad. Chingado, ¡qué ganas de ir a preguntar cuál es el chiste para reírme yo también con ella!
La adolescente que se viste mal, que seguramente tiene pocos amigos en la preparatoria, sentada, esforzándose, leyendo lentamente, asintiendo con la cabeza, murmurando y gesticulando lo que lee. ¿Si estuviéramos en la cama, me arrullarías leyéndome al oído?
Un niño le dice a su madre ¿me lo compras mami? con la más ingenua de las ilusiones y recibe un impotente pero firme no mi rey, no puedo. Señora. Yo la entiendo. Yo sé que no es su culpa, yo sé que a veces no se puede. A mi también me duele.
Tú, la chica delgadísima con un aspecto totalmente andrógino, con pantalones entubados, con dunks, con los ojos excesivamente delineados y el cabello a la winehose. ¿Quieres ir a tomar unas caguamas en el parque frente a mi casa?
Esa señora que va manejando una enorme SUV negra con interiores beige mientra habla por radio. ¿Me llevas contigo al club?, ¿nos metemos al vapor?, ¿cerramos con seguro?
Si tengo sexo con alguien, a partir de entonces su cuerpo es mío y puedo tenerlo cuando yo quiera. Puedo revivir la lujuria y la ternura del momento en cualquier otro momento.
Pero también estos gestos de la calle, tomados prestados al pasar se vuelven míos y están todavía más llenos de posibilidades. No tengo nada que recordar y todo qué fantasear.
Es un pasatiempo muy delicado. De hecho es un pasatiempo peligroso. Tengo miedo de que al recolectar tantos gestos de tanta gente, me olvide de cómo es poseer todos los gestos de una sola persona.

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