
Tócame, tócame, tócame. Su invitación se convirtió en mandato. La toqué, la olí. Me sedujo el discurso memorizado y me encantó su belleza incomprendida.
Acércate a mí, abrázame, me dijo. La mordí de la manera que tengo reservada para quienes perturban mi cómoda soledad. Todo mi cuerpo la buscó en un solo gesto, con un movimiento que iniciaba en mi cadera y terminaba detrás de mi nuca arqueada.
Quise que me consolara. Pero para consolarme es necesario entenderme y para entender a quien no sabe comunicarse es necesario ser esa persona. Así que quise ser ella y que ella fuera yo.
Entonces fui ella. Esta vez fui yo quien lo ordenó, y ella me dejó entrar. Me dijo qué hacer, qué sentir, me dijo qué pensar para ser ella. Y nunca he sido más yo misma que cuando fui ella. Fui ella mucho tiempo, aunque hayan parecido minutos. Y cuando fui ella me sentí libre de las consecuencias de mis actos, que no eran míos. Cuando nos separamos, volví a ser yo.
Inquieta, descubrí que ese abandono de mí es un acto absoluto, cuyas causa y consecuencia son sí mismo. Piadosamente, ella sigue siendo yo, hasta que le ordene que se vaya.
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