
Generalizando y sin detenerme a pensar en excepciones, a los mexicanos nos encanta atribuirnos peculiaridades y jactarnos de ellas.
Pueden ser o no exclusivas nuestras.
Y pueden ser o no dignas de jactarse.
La primera que se me ocurre es el famosísimo e infame "ingenio mexicano" ... pero realmente mi propósito no es despotricar contra el maleado orgullo nacional, sino elogiar una dinamica que si bien no es exclusiva nuestra, es parte esencial de la vida en México para cualquiera que como yo reúna 2 características: ser peatón y ser mujer.
Por mucho tiempo (digamos desde que empecé a exhibir caracteres sexuales secundarios hasta hace más o menos un año y medio) estuve enojada con el mundo porque fuera posible para cualquier gañán, desde el estratégico puesto que le concede su trabajo en construcción, ofenderme al opinar sobre mi complexión, al gritarle a todo el que quisiera oír lo que le gustaría hacer conmigo (a veces en prosa y a veces en rima), al avisarle a sus otros amiguitos albañiles cuando pasara para que todos en coro pudieran emitir esa especie de silbido al revés que realmente nunca he podido interpretar, y básicamente todas esas cosas con las que, de pasadita, hacían gala del ingenio mexicano.
Me hacían sentir avergonzada, reducida, impotente, y sobre todo encabronada. Alguna vez les pinté un dedo pero nunca alivié mi sed de venganza. Así que aprendí a hacerme la mártir: con todo el dolor del mundo domar la fierecilla feminista que todas las mujeres llevamos dentro y reprimirme para hacerme la sorda cada vez que pasaba por una obra.
Pero todo cambió el año pasado, cuando empecé a trabajar medio tiempo junto a la construcción de un centro comercial enorme, un proyecto que duraba meses y empleaba decenas de albañiles. Y no sólo eso, sino que para no obstaculizar el tráfico que ocasionaría el centro comercial, se estaba construyendo un paso a desnivel junto a él, otro proyecto de meses y con más decenas de albañiles involucrados.
Todos los días entraba a las 9, cuando ese ejército de albañiles estaba en plena obra, y salía a la 1 que era su hora de comida. La banqueta provisional no era recta y diariamente debía caminar el equivalente a unas 3 o 4 cuadras frente a distintos grupos de albañiles, así que cuando pasaba frente a ellos lo hacía rapidísimo para que el concierto de chiflidos durara lo menos posible, mientras en mi mente me tranquilizaba diciéndome que no pasaba nada, que conforme pasaran los meses me reconocerían, se aprenderían mi horario y al fin se aburrirían de chiflarme todos los días.
Se me olvidaba la mala memoria que tienen los pachecos: jamás se aburrieron de mí.
Creo que hasta me agarraron confianza y empezaron a experimentar conmigo nuevas técnicas. A través de las rejas me invitaban a que pasara a comer con ellos, una vez me hicieron un atajo con tablas para que no me ensuciara los zapatos de tierra, y recuerdo clarito a uno que un día asomó la cabeza por la reja y me dijo "hola, soy Javier y salgo a las 6. ¿Vienes por mi?"
… total que poco a poco me fueron cayendo bien e incluso me sacaban sonrisas no sólo con sus nuevas líneas, sino hasta con los chiflidos y los albures reciclados.
En el plano sentimental y en el plano de identidad sexual yo andaba bastante abrumada en esos meses. Tuve una aventurilla, tuve una ruptura muy importante, y tuve un enamoramiento no correspondido… y un día me di cuenta que lo único que no había cambiado en todo ese tiempo era mi relación platónica-poligámica con todos mis albañiles. Tal vez está mal que lo diga, pero sus piropos constantes me aligeraron la pesadísima concepción que tenía en ese momento de mí misma; verme a través de sus ojos, como una chica guapa, decente, limpia, bien vestida y con pinta de estudiosa con buen futuro, me ayudó a poner en perspectiva los problemas que tenía y los muchos otros problemas que no tenía.
Hoy, en otra ciudad y en un momento muy distinto de mi vida, todas las mañanas saliendo de mi casa camino por una obra a la hora en que unos 7 u 8 albañiles están sentados afuera, esperando entrar.
Ya nos conocemos. Ya me pusieron un apodo: Lic.
Todas las mañanas cuando paso me saludan "buenos días, Lic." y al hacerlo son las primeras personas en hablarme cada mañana.
En lo tierno del saludo reconozco a mis albañiles de antes y empiezo a encariñarme con ellos. Justamente hoy dejé de jugar a hacerme la difícil y les contesté los buenos días.
De odiarlos con odio jarocho, ahora pienso que necesito mi grupo de albañiles de cabecera… serán mujeriegos como la chingada pero son el único gremio que me tiene amor incondicional.
A manera de posdata y un poco en ánimo de herir el orgullo mexicano: luego me enteré de que la constructora del centro comercial estaba siendo investigada por emplear ilegalmente albañiles centroamericanos y pagarles aún menos que a los mexicanos. Así que mi cortés Javier bien podría ser un orgulloso tapatío, un entrón guatemalteco o un gallito beliceño.
A mí me pasó también. Los odiaba, por nacos. Me daba compasión su pésima vida sexual, lo urgidos que debían estar para ponerse a babear cuando una flaca, con poca chichi y menos nalga, pasaba frente a ellos. Sucedió que un día caí en un bache gigantesco, de esos que el DF se complace en regalar. Para ser exactos, no era un bache: era una coladera sin tapa que acogió amablemente la llanta delantera izquierda de mi coche. No podía salir, no me podía bajar, ya iba tarde a trabajar. El día pintaba del peor color, cuando de repente volteo y cruzando la avenida venían dos mais. Con los brazos súper mameis que la construcción les da, cargaron el coche (conmigo adentro) como si fuera un dorito nacho. Me gritaron "ya estuvo, güerita" y bien sonrientes dijeron adiós con la mano. Un pequeño gesto que me reivindicó con todos los mais.
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