jueves, 26 de noviembre de 2009
lunes, 9 de noviembre de 2009
Teibolero
- Toca mis huevos con tu mano fría-
mismo día que ahí estaba, acostado, con una piel al lado y yo deseando no buscar a quién me la hizo, sino que esta pielecita ya me la pagara; para ser sinceros, con un un poco de amor me bastaba. Pero, al final, lo mejor de la tarde y de la noche fueron un par de confesiones:
Sí, me enamoré ipsoenchinga (antes se decía a primer vista) de alguien que tenía los mismos gustos que yo, literalmente... ¿A poco? Y tú, ¿no te ha pasado algo así? Pues sí, me enamoré de un teibolero. No mames, no existen los teiboleros. ¿Por qué no?
pregunta tras la cual comencé un monólogo donde relaté los insights que he podido acumular en el neónico mundo del teibol. El que alzó la mano de inmediato asume que: la teibolera se dedica a eso debido a que desde muy joven tuvo un hijo (casi nunca una hija), y que el padre no se hizo responsable en su debido tiempo o la golpeaba o que sus padres no aceptaron a esa Criatura de Dios.
Aún así, siendo su trabajo fruto del desfortunio, las mujeres cargan con la tristeza y lo transforman en arte dancístico, en vuelo y caída de prendas y coreografías pélvicas, en vueltas sobre sí que sirven de faro que ilumina el alma sucia del hombre, limpiándola; en subidas al cielo que se convierten en intentos de suicidio con caída lenta-lenta y con feliz aterrizaje, en azote de cabellos al suelo que barren las huellas de las musas antecesoras, en trémulas luchas de los apéndices del hombre que luchan contra el zíper dictador.
Como activista pude ver cuál descifrar la mejor estrategia con el cliente: resultó ganadora la que, como todo buen publicista, sabe que la mejor venta es la que no parece venta, haciéndote pensar que es tu novia (pero con taxímetro) y te enamora y te deja pensando en juntar dinero y fuerzas para volver a verla.
Hay las honestas que dicen que lo que les gusta de esa vida es el dinero, el pisto, las drogas y los hombres; esas amigas, por lo general, viven más en menos tiempo, por lo que terminan como el Hindemburg, o como el José José actual, diciendo con sonrisa chueca y ceja levantada: "pero lo bailada, lo gastada, lo bebida, lo esnifada y cojida, nadie me lo quita, arrebata o desmemoria", mientras le da vueltas a ese anillo en el anular, símbolo de ese matrimonio con satán.
Claro que las hay con fin de nota roja, pero resultan obvias. Más extrañas, como las que habitan en la historia de la hermana de L, mejor amiga de C, cuya carencia de dedos en una mano la lleva a un periplo recurrente por páginas de internet, situaciones y lugares bizarros, como el teibol aquél, donde las chicas tenían la peculariedad de carecer de ese algo. Y ese algo era un ojo, o una pierna, o (y aquí fue donde la hermana L encontró la paz) los dedos de una mano.
La última vez que acudí al Heaven*, me hice acompañar de mi amiga Lae, pensando que todas las francesas son muy abiertas en cuanto al sexo, pero, oh decepción, cuando la invité al privado donde una rubia me amó en tres canciones, se esquinó ininmutable, sin responder a ninguno de mis llamados sutiles que le decían: tócala, ándale, ven.
Y vaya que me quedo corto en historias propias y ajenas, pero estas tan simples y superfluas pueden ilustrar que nada semejante nos puede pasar a los hombres por ser seres tan elementales, nunca versados cosas de la calle y del amor y que sólo las buenas mujeres de mala reputación pueden nacer.
Después de este domingo, maldita sea, quedé mal, necesito el estoque (estoquear en este caso). Esta gripe que tengo no hay antibiótico que la diluya, es hora de -hoy, mañana a más tardar- regresar con mi falso doctor de cabecera para que me recete un cachito de cielo en el infierno.
*El Heaven, como bien dice Manzanito, es el único table familiar del que se tenga razón y registro.
domingo, 8 de noviembre de 2009
agosto
hace un tiempo se sintió mal, tronó. él, que no nació más que para calmar inseguridades se sintió flaquear súbitamente. giró sobre sí mismo, rítimicamente para pasar desapercibido, y rápidamente para no sentir desprotegida la espalda ni un momento. entrecerró los ojos en un esfuerzo instintivo por enfocar mejor, pero no hacía diferencia. también probó parándose de puntillas, lo que mejoró ridículamente poco su campo de visión... y aunque mejorara, no estaba seguro de lo que esperaba ver. de todas maneras sabe que no lo reconoció.
todo era hostil. azulado, movedizo. el territorio que horas antes había sido su campo de juegos lo bombardeaba de trampas. parecía una conspiración de todos esos demonios, no para dañarlo, porque nadie podía hacerle más daño del que él podía regresar, más bien para decirle de una vez por todas que se largara, que no era bienvenido, que éste no es su mundo y jamás lo sería. si te funciona pensar que nosotros estamos mal y por eso no quieres estar aquí, adelante, no importa mientras no vuelvas a aparecerte, le gritaban con otras palabras, le ordenaban con gestos que a simple vista hubieran dicho cualquier otra cosa.
para no sentirse rendido, se plantó y miró al horizonte indefinido unos minutos, conservando el ritmo. de nada le servía fingir que nadie lo había visto, pero le resultaba más llevadero de ese modo. quiso llorar. las ganas de no ser descubierto eran fuertes pero no lo detuvieron, al contrario, lo volvían más vulnerable a las ganas de gimotear y sollozar con la boca muy abierta y los cachetes húmedos pero sin ruido, que no hace falta cuando se llora con tanta impotencia. logró escaparse a una esquina donde no lo vieran tan fácilmente. una vez allí no lloró. en su refugio, notó que ya no se sentía entre enemigos. claro, tampoco entre amigos. estaba vacío, estaba como dentro de sí mismo, donde reina la impasibilidad y urge la conmoción, algún antagonismo que ayude a definir. nuevamente huyó. antes se sentió intimidado, ahora se siente aterrorizado.
se da cuenta que necesita el conflicto. si ya no puede aspirar al bienestar, al menos quiere el malestar para escaparlo. regresa a donde estuvo antes pero no encuentra a quienes quisieron perjudicarlo. fugazmente cree reconocer a alguno pero ahora ni se fijan en él. razona que si se comporta distraído, volverán a atarcarlo. así que se mezcla con el resto, se vuelve azulado y movedizo también. sin darse cuenta, pronto se vuelve para otros lo que antes fueron para él. cuando toma conciencia de lo sucedido, se odia a sí mismo por bajar la guardia. el enojo se disipa cuando siente satisfecha su urgencia por el antagonismo. aunque agitado, ha regresado al conflicto que quería. es inteligente, puede convencerse de cualquier cosa aunque en concepto sea perjudicial.
se agradece a sí mismo y se prepara para disfrutarlo.
viernes, 6 de noviembre de 2009
Hijos de su madre
Casi todas sus historias, como su familia, son encantadoras, envidia de los recuerdos de una infancia que no recuerdo haber tenido por estar siempre en mi onda.
Leí hace 10 años Hijos sin Hijos, un libro de Enrique Vila Matas, uno de mis escritores de culto; en él, hace un recuento de historias de personas que fueron hijos de alguien (como todos los que no somos de probeta) y que decidieron no dar continuidad a la estirpe humana. Salvo que el libro es magnífico y perfectamente fundamentado en sus motivos, yo no podía creer que uno de mis ídolos no le diera a la tierra una extensión de su vida, me parecía terrible que alguien que haya hecho tan feliz a tanta gente no regara su simiente, dejando sus recuerdos personales en una, espero, aún lejana tumba. Ahora, a la luz que los años le quitan a los ojos pero que se lo dan a la sabiduría, comprendo que quizá EVM es feliz con Paula de Parma y puede escribir lo que escribe porque en su casa no hay otro que le robe el podio de niño infinito.
Si quisiera poner un pretexto diría que mi sobrina Lula ocupa totalmente el lugar de hija: le pago algunos gastos, le ayudé a quitarse el miedo a subirse a las resbaladillas y columpios, le compro películas de animación de arte; a veces, cuando hace faltan zapatos o ropa le compro las cosas más bonitas. Le hice un blog que le entregaré cuando aprenda a leer y escribir y, por supuesto, bloggear. Creo, para mis adentros, que hago más por ella que lo que muchos padres jamás hacen por sus hijos, hijos que, quizá, bien harían en jamás tener decendencia con la cual repitan los vicios que matan el alma de un niño: pocas caricias, abandono y falta de comunicación.
A como van las cosas, a como se va desarrollando mi carácter, se ve difícil que tenga hijos, sobre todo porque creo que todos los hijos deben tener una madre. Y, francamente, no veo mujer que me soporte.
Ni modo: es el precio que alguna gente debe pagar por no pagar otros precios que le son más caros y para los cuales la mayor parte de la gente es programada y está lista a cierta edad. Pero la necesidad de enseñarle los atajos a alguien ahí queda (o quedará), pensando en dos cosas: poner un anuncio que diga: Se solicita hij@ por un tiempo (y enseñarle cosas), o pulir una de mis bromas futuras favoritas, y decirle esto a alguien en algún momento: "Para mi, eres como el hijo que nunca tendré..."
Pero, por el momento, te tengo traviesa Lula.

lunes, 2 de noviembre de 2009
valentina

Quiero dejar de doler. ¿Dejar de ser? No lo sé. Mejor ser especial. Pero externamente especial. Mi gran fantasía es encontrarme en una situación de protagonismo negativo. Objeto de lástima por duelo, reconocimiento a mis circunstancias particularmente difíciles, mérito a una valentía fuera de proporción, ese tipo de cosas. Por ejemplo descubrir accidentalmente que mi escala de dolor no está calibrada igual que la de los demás: que creo que soporto tanto como cualquier otro y resulta que soporto mucho más. Que aguanto con decoro situaciones más difíciles que otros, que soy más desprendida que otros. Pero no concientemente, sencillamente porque así es. Un día sentir que me duele el estómago, o la pierna. Tal vez la cabeza. Un dolor de cabeza a ambos costados, un poco más arriba y atrás de las sienes. Como punzaditas desde que me despierto hasta que me acuesto a dormir- si es que esta noche me dejan dormir. Están ahí todo el día aunque de vez en cuando me olvido a ratitos de ellas. Cuando tengo hambre es cuando las siento más agudas. Cuando debo concentrarme en algo del trabajo me distraen y afectan la calidad del resultado, pero jamás las uso como pretexto. Juego al estoicismo y nunca voy con un doctor, a pesar de que a veces sospecho que puede ser algo grave. Tal vez soy paranoica pero antes que todo soy una mártir. No digo nada y sigo normal. Nadie sabe nada en mi familia o mi círculo de amigos. Muchas veces me siento tentada a confesárselo a alguien para hacerme las cosas más fáciles pero siempre me detengo antes de hacerlo, convencida de que lo conmoveré aún más una vez que muera, de que le provocaré una impresión más fuerte desde la tumba. Porque lo que busco realmente es su compasión, no su comprensión. Una noche finalmente sucede: el dolor es particularmente intenso, me retuerzo anónimamente en el colchón haciendo muecas exageradas hasta que amanezco muerta. Días después, el olor levanta la sospecha de mis compañeros de casa y fuerzan mi cuarto, llaman a la policía. Un doctor o un forense me analiza y emite un diagnóstico: he padecido una de las enfermedades neurológicas más dolorosas que conoce, no se explica cómo es que lo he soportado en silencio. Mis compañeros se asombran de mi valentía. Se las arreglan para contactar a mi familia, aunque de momento no se me ocurre cómo podrían encontrar en mis cosas ninguna dirección o ningún teléfono para llamarles. Mi familia viene a la ciudad. Coronan su vida hasta ese momento, llena de orgullo por mí, con una vida a partir de este momento, llena de admiración a mi impavidez. Mis amigos se lamentan no haberme apreciado más antes, cuando vivía y no me dieron la importancia que ahora creen que tengo. Mis compañeros de trabajo terminan por enterarse y me convierto en objeto de chismes de pasillo, mi estatus cambia de callada y misteriosa a piadosa e incomprendida. Morí sin que mi familia supiera que soy atea, así que organizan una misa en mi honor (aunque lo supieran, la organizarían de todas maneras para su propia tranquilidad). Deciden efectuarla en mi ciudad de nacimiento para conveniencia de mis familiares, así que la mayoría de quienes me conocen y me aprecian no asisten. Olvidemos el hecho de que no asisten a la misa mis amigos más cercanos ni quienes alguna vez fueron mi interés amoroso. La misa está llena de gente que se reunió en ese cuarto de techos muy altos para recordarme. No quiero una hora de llantos. Seguramente todos estarán pensando en sus propios problemas la mayor parte del tiempo. Está bien, no me siento ofendida, de verdad. Lo único que quiero, la verdadera culminación de esta fantasía, es que la gente piense ¡pero qué valiente fue!, ¡cómo no le dijo a nadie lo que se sucedía!, ¡cómo pudo soportar ese dolor en silencio!, ¡verdaderamente digno de asombrarse! Así, con signos de admiración. Que mis tormentos habituales son peculiares. Que alguien quiera consolarme de la manera en que lo anhelo. Que alguien piense en mí con ternura y endulce mis metas, mis logros. Que me vaya siendo una niña, mi recuerdo envuelto en condescendencia.
Sí, a nuestra manera todos queremos ser especiales.